jueves, 16 de febrero de 2023

La orgía de los dioses

 





«No hay necesidad de que Dios corrija su obra»

Celso

Lo cita Cioran en Los nuevos dioses, segundo ensayo de El aciago demiurgo. La idea más luminosa del artículo es la referente a que el mal del cristianismo que le heredó al mundo es la de su afán epiléptico por la historia, con la introducción de la superstición del Juicio Final (algo parecido a lo que dice Nietzsche en su Tercera Intempestiva, con un matiz que es un abismo). A diferencia, la antigüedad poseía la cosmovisión más afable del eterno presente, un círculo que una y otra vez se renueva sin cesar, y en la que las cosas ya están dadas una vez y para siempre, tal y como Parménides plasmara en su Poema de la naturaleza o del Ser (fragmento 8):

Un sólo decir aun como vía queda: que es.

Por esta vía hay signos distintivos muchos:

que lo ente ingénito e imperecedero es,

porque es único, imperturbable y sin fin.

 

No era alguna vez, ni será, pues ahora es, todo a la vez.

Uno solo, compacto. Pues ¿qué nacimiento le buscarás,

cómo, de dónde ha crecido? No te dejo «de lo no ente»

decir ni inteligir, pues ni decible ni inteligible

es que no es. ¿Y que necesidad lo habría impelido

después o entes, si empezó de la nada, a llegar a ser?

 

En filosofía, tanto el idealismo alemán como el existencialismo, están inspirados en la linealidad del tiempo histórico que corre hacia una consecución soteriológica, ya sea bajo la forma de la realización personal o del cumplimiento de una utopía.

No está de más decir que todo eso son paparruchas. El destino de nadie está frente a sí, nadie tiene sus frutos y obra delante de él. Todo lo que se puede ser es con lo que se nace. Esto explica por qué los seres de instinto no tienen nunca prisa y muestran una seguridad inexplicable ante los desafíos del prestigio, la fama o el éxito (sobre todo de éstos ya que el fracaso siempre es estimulante): todo eso ni les agrega ni les quita, son vicisitudes que no enturbiará lo que son, lo que valen y, sobre todo, que logren evitar el objetivo de su estancia en el mundo. Esto último tiene la arista adivinable de que, quien está seguro de su destino tiene también la consciencia de que nuestro papel o vocación mundana es absolutamente trivial. Nadie podría hacer nada de su vida si se la tomara realmente en serio: el aire, el día a día, se tornarían irrespirables, los nervios estallarían ante la menor contrariedad: la vida en sí, niega todo ejercicio de individualidad, y busca planchar la menor arruga aparecida sobre la superficie de su homogeneidad metafísica.





Tengo en mente a un músico, a un pintor, a un artista desesperado: cuadro patético si los hay. El hombre y mujer de genio, viven un paraíso instaurado en la tierra merced al aire suplementario de que nada hay que corregir, que las mismas mejoras o correcciones vienen en el mismo paquete que nos ofrece la naturaleza: la imaginación es la seguidilla que se esgrime apropósito de una serendipia. Puede que el artista o el visionario (éste último entendido como el correlato pasivo al primero) el contemplador puro, sea quien complete la visión, que corrija la plana, no lo sabemos a ciencia cierta, pero todo ello es posible porque los elementos todos estaban ahí desde el inicio y no hay nada que extrañar de ningún otro mundo: nos bastamos a nosotros mismos, somos lo suficientemente fuertes, la tentación de la apelación, de invocar poderes religiosos no son más que chiquilladas:

Y tú que amas a los condenados,

¿conoces lo irremisible?

 

Hay que insistir, sin embargo, en que el artista que no se enfrenta continuamente a esa cuestión planteada por Baudelaire, vive como cualquier otro de los zombis que gangrenan la tierra. No hay posibilidad de genialidad ahí donde no hay lucidez. No bastan la imaginación y la inteligencia, es necesario, para equilibrarlas, el despertar, la liberación del estado total de las cosas, vivir siempre acompañado de la muerte. Ese límite no es una estigmata que nos inferimos a fin de elevarnos o darnos relieve, sino para preservarnos de nietzscheanismos ridículos, que suelen desviarnos del camino de modestia que debiera improntarnos.

De acuerdo, no es fácil, es, de hecho, aún más vertiginoso que vivir con la ansiedad de tener que demostrar lo que somos, de ser víctima del afán vampiresco de dar fruto. Particularmente porque se suele ser campo seguro de paradojas como las referentes a identificar la pureza de nuestras energías, la despersonalización de nuestras ambiciones, o de saber desesperar a tiempo, con pertinencia. Porque de lo último que somos dueños, es del poder que nos guía a crear. No hay modo ni de azuzarlo ni de aplacarlo cuando decide despertarse o echarse a dormir. No hay crisis de creatividad, sólo exigencias impertinentes, ángulos errados, interpretaciones fallidas de la pulsación fundamental: que es mil veces más importante ser que hacer. Incluso, grandes almas han quedado confundidas: ¿qué es lo que las ha hecho valiosas? ¿Su vida o su obra? Sea al genio o al espíritu al que afecte la pregunta, tal confusión deriva de dos terribles espectros, de dos mentiras taimadas: primero, que todo fruto no es el resultado de una consecución fatal, y, segundo, que es posible conocer, incluso, nuestro propio «yo». Sin embargo, no hay nada que se manifieste que no haya estado ahí desde el principio, y que sea posible conocer lo que sea. Así, lo malo y lo bueno, lo bello y lo horroroso, devienen secundarios.

Una consecuencia de estar habituados a la linealidad del tiempo, a que la felicidad asienta sus reales en el futuro, es que hemos perdido por completo siquiera la posibilidad de ver que no hay nada que conocer, o, mejor aún, que seamos sensibles a que tanto el pasado como el futuro no existen. «Experimentar el tiempo de esos modos es para almas esclavas», deberíamos repetirnos como mantra. Ese afán por el conocimiento, por saber qué nos depara el futuro o saber a ciencia cierta en qué consistió tal o cual cosa que nos conformó en el pasado, es uno de los monstruos invisibles más terribles que conoce el hombre contemporáneo (Por suerte, marxismo y psicoanálisis ya están muy desacreditados). Nuestro afán por conocer es nauseabundo, patético y antipoético. De ahí que juzgarnos tomando por referencia lo que sabemos o podemos saber de nosotros mismos, es entrar a un laberinto que carece de salidas. Ser humano: cierra los ojos un momento y date cuenta que estás viviendo, que has desdeñado a esa noble felicidad silenciosa por culpa de una estulta ceguera nacida de querer mirar más allá de tu mirada.





El antídoto a la sed de conocimiento es la creación. El contraveneno eficaz a los deseos instintivos, idolatras, de juicio, sea estético, metafísico o moral, es discurrir con liberada imaginación sobre un plano limpio de adjetivos, palabras y prejuicios. La salvación del hombre, por decirlo de un modo simple, está, y siempre ha estado, en el arte. La composición de éste, hay que esbozarlo de mejor modo a fin de aclarar por qué surge de la misma liberación del cristianismo.

En el mismo ensayo inicialmente citado, aparece otra idea luminosa:

Cuando se repite uno que la vida no es soportable más que si se puede cambiar de dioses y que el monoteísmo contiene en germen todas las formas de tiranía, deja uno de apiadarse de la esclavitud antigua. Más valía ser esclavo y poder adorar la deidad que se quisiera, que ser «libre» y no tener ante sí más que una sola e idéntica variedad de lo divino. La libertad es el derecho a la diferencia; siendo pluralidad, postula la dispersión de lo absoluto, su solventación en un polvo de verdades, igualmente justificadas y provisionales. Hay en la democracia liberal un politeísmo subyacente (o inconsciente, si se prefiere); inversamente, todo régimen autoritario participa de un monoteísmo disfrazado. Curiosos efectos de la lógica monoteísta: un pagano, en cuanto se hacía cristiano, caía en la intolerancia. ¡Mejor hundirse con una masa de dioses acomodaticios que prosperar a la sombra de un déspota!

Nuestra época está conociendo el declinar del cristianismo; le seguirán las demás cuyo tronco judaico comparten. De acuerdo, el libertinaje puede ser amargo, pero en todo ello también puedo ver notas buenas: la sensualidad, la fugacidad, la dispersión, y, sobre todo, el relativismo que demarca con toda razón, las esferas de lo íntimo. Por simple sentido común, que algo te prescriba lo que sólo debiera de pertenecer al fuero interno, como lo son las creencias religiosas, es una completa locura. Parece ser que vemos una luz al final del túnel, aunque sea momentánea, mientras llega un nuevo dios totalitario.

El arte, o las artes, mejor dicho, poseen esa tendencia natural a la adoración de varios dioses; todos ellos mudables, contumaces y bizarros (esto último en su conceptualización anglosajona e hispánica). Bien se hace con emparentarles a las formas telúricas, elementales del mundo, como los titanes o ese dios doméstico muy cercano al hombre que, desgraciadamente, hizo carrera filosófica: Dionisio, perfeccionamiento de Baco, dios bergante que jugaba con las ninfas y que se embriagaba con el vino silvestre de la poesía. En efecto: el arte siempre ha estado emparentado con el fauvismo, con la necesidad muy legítima de perderse en el instante.

Ironía de la vida humana: sólo asimilándose al ex facto emergens, es decir, a la posibilidad del demiurgo y la renuncia a todo dios creador ex -nihilo,  viéndose a sí mismo como quien ordena, obra la alquimia de convertir al caos en cosmos, liberándose de un Dios pantocrátor que del vacío crea todo. Pero quien repite la osadía suprema, de crear, por un decreto poderosísimo se torna aparte, se ubica en la herejía máxima, en la excomunión inaudita: ya caído del tiempo, de esa trama que revela la bienaventuranza, obtiene por reino el feudo del momento, del presente al que no se puede habitar más que estirándolo hacia el ocaso y la aurora, porque para un creador, el momento, partícula osada de ambiguo trajín victorioso, sospechosa hazaña desafiante de lo infinito, lo es todo.

El momento del creador, del artista, tendrá por referencia lejana el llanto de León Bloy:

Respecto a la literatura, o más bien al Arte, ya veréis si es fácil cuando no se ha sufrido y no se quiere sufrir. No puede cambiarse la naturaleza de las cosas y no está decidido que los poetas felices sean sublimes. El Dolor es la mismísima esencia de la belleza en poesía y la Poesía es una porfirogéneta nacida en la púrpura de la sangre del corazón de los poetas. Que esta sangre brote del llanto de sus ojos o que se derrame por su costado desgarrado, que se precipite por los pozos más escondidos y misteriosos de sus almas o que surja de las heridas abiertas de sus cuerpos mortales es en todo caso el mismo rocío fecundante del genio avaro que los inspira y que nutre su inmortalidad.

El Dolor es algo tan grande, tan sustancialmente santo y sublime, que la imaginación humana no ha inventado nada que lo iguale para domar la libertad de los corazones.

Para la religión no hay modo de que nada de lo que se haga no sea una plegaria diferida, ni una búsqueda expuesta en términos de salvación del alma. ¿Pero salvaremos al alma de qué? ¿Del dolor? Esa ya es nuestra compañía habitual. ¿Del infierno? No creemos en él. En dado caso, se confunde con el infierno presente, quedándonos claro que es tan improbable este mundo como cualquier otro: compartimos la pesadilla universal de respirar…la fe, en esta realidad o cualquier otra, es un intermediario del que fácilmente podemos prescindir. Esto no es secundario, es capital: no nos alistamos al afán del antiguo artista religioso, para el que lo sublime le era necesario, impregnando su creación con ese aliento de moribundo que exclamaría por sus santos oleos, pero eso no significa que no seamos almas forjadas en la fragua de la insignificancia de vivir, deidad más ignomiosa que todas las habidas, y que eso no nos siga emparentando con lo mejor del cristianismo, es decir, con Johann Sebastian Bach.





El artista serio deplora al ateísmo tanto como a la religiosidad, ambas, posturas delirantes, ciegas, intratables. El que el politeísmo sea subyacente a la gesta del artista, es por un parentesco natural, fisiológico, orgánico: nos enseña que no es natural nuestro afán por el absoluto, por lo único, por la asfixiante Deidad antropomórfica que nos han heredado desde siempre, sino que es posible identificar en nosotros una aspiración ultraterrena no afincada en exigencias morales neurasténicas, de logro existencial, de éxito histórico. Es exasperante e indignante lo que el cristianismo le ha hecho al ser humano al respecto: una tribu de alucinados que hasta cuando claman por libertad lo hacen negativamente: ya no quieren ser más esto o lo otro, y su poder se reduce a todo cuánto puedan destruir.

En materia de lo bello y lo pacífico, de lo fértil y lo espiritual, la luz del creador viene de luchas interiores infernales e interminables. Pero su canto se torna raudo en la medida en la que renuncia a lo absoluto, dimite el camino de lo perfecto, y se contenta con la emoción inmediata. Es aquí donde «lo vital» no debe confundirse con la vida, con el impulso por el cual todo artista es en realidad un impostor pues miente para sobrevivir, y hasta tal extremo que su creación se confunde con él mismo. El vitalismo todavía creería ver en la vida a la verdad, siendo esto una impostura clara, pues lo verdadero no tiene nada qué ver con los seres que se arrastran por la tierra buscando su agua y su aire. La vida y el ser son opuestos, resultando éste, para nuestra imaginación, una abstracción imposible: lo permanente que se eleva por encima de todo lo visible. El artista, desde ese punto de vista, es un adalid de esos seres que se arrastran por la tierra, que vuelan y cazan, se aparean y mueren en la senda oscura del anonimato. El artista, sin ser prometeico (sutileza importante), es un genio que está del lado de la vida, de lo fugaz y sin rostro. La gloria, o su sucedáneo mercantil, la fama, son ilusiones que ni siquiera considera…porque, además, el éxito suscita la envidia de los dioses y el consecuente castigo por tamaña insolencia. La época decadente que nos tocó vivir exige de nosotros una moralidad que busca las notas de lo trágico dignificante, no la arrogancia celestial de martirizaje beatífico.

Pero ese tomar partido no es ser ingenuo, no tomamos partido por querer parecer menos contrahechos, o por que queramos huir de las paradojas (pues el fondo de toda verdad es ese abismo irónico en donde las palabras fallan y las ideas se destruyen), sino por simple técnica, como método de trabajo, digámoslo vulgarmente. De hecho, viviremos en una situación mucho más compleja, como cualquier otro ser humano con consciencia, pero hemos optado engañarnos conscientemente, jugar a la ingenuidad. Porque para ser un artista, es necesario ser un niño otra vez.

El entusiasmo así, conviniendo tácitamente, inadvertidamente, con «el Dios que ha dejado este mundo perfecto», vendría a ser una hoja en blanco, un espacio muerto dónde dar voces, o, mejor aún, guardar silencio solemnemente:

 

martes, 27 de diciembre de 2022

Lista ni tan lista de películas que me he fumado

Querida señorita R:
 
Mientras platicaba, me di cuenta que estaba haciendo demasiadas referencias a películas, creo que ya eran como 3 referencias. Demasiadas para lo que recuerdo haber hecho nunca. Y todas me servían plenamente para ilustrar lo que quería decir. O sea, no eran referencias gratuitas, sacadas de la manga, sino que cumplían plenamente su función. Entonces, una parte de mí, subterránea, guardó la observación con una pequeña nota: «para platicarle a alguien que como yo, disfruta mucho de las elipsis». De acuerdo, esa última palabra, «elipsis», acaba de aparecer, no estaba en la experiencia inmediata a la que refiero, pero que me sirve, ahora, para poder decir que, en aquél momento, de manera muy sutil quería hacer el comentario a alguien de que, para alguien a quien el cine le parecería una trivialidad insignificante (hay trivialidades no tan insignificantes), eso era demasiado.

Y bueno, el párrafo anterior ha sido de un solo aliento, y después lo he revisado y no ha estado tan mal. Bien, me dispongo a contarte cosas, a estas horas de la noche (2:30 de la madrugada) que vengo de una velada en la que he tomado mucho vino, pero que aún estoy lúcido, o más o menos, empezaba a ver la película de Luca Guadagnino esa que va de chavales que comen gente, (que me recuerda a la película de Ducournau que recuerdo que no te gustó tanto como a mí, la de las hermanas caníbales), y como es la última película que pienso ver en este año para que sean exactamente 200 películas en mi lista (he visto más pero no las pongo porque son para niños pues las he visto con mi sobrino entre otras que mejor olvidar), y pues, es inevitable pensar en ti con una intensidad que pongo en duda en el hecho de que no esté enamorado de ti.

De acuerdo, ni te conozco ni nada. Y pienso que…mejor antes de entrar a temas escabrosos, mejor te digo que te dejo esta lista de 200 películas que vi en el lapso de 2 años y que, según nuestra costumbre que teníamos, te comparto para que te rías o burles o te alegres de que compartamos gustos o lo que tú más quieras.

Y ya eso es todo, me voy porque esto se está volviendo infinito y porque quiero seguir emborrachándome.

Qué cosa tan bonita


Un Héroe o Los límites de lo moral



Incluso a los escépticos por naturaleza entusiasmará


Una para que desempolven su DVD


Esa morra tiene flow


De esas que te devuelven la fe y esperanza en el cine


A qué cosa tan deliciosa



Joyita, capricho de mi corazón


Una antiromántica que hará que te quieras enamorar








martes, 29 de noviembre de 2022

La destructividad del genio

 





Acabo de ver Tár (Field, 22), que, aunque no me gustó (es elegante, por momentos exquisita, cuyo preciosismo termina por desparramarse en nada. La culpa es de la ausencia de sentimientos verdaderos: el drama es falso, va en un crescendo forzado que no termina por cuajar en la respuesta verosímil que ameritaba una virtuosa de la dirección: de tornar bello el dolor más profundo), me parece que da parcialmente al traste con el hecho interesante de que todos, más o menos, en la medida en la que somos más nosotros mismos, es decir, poseemos más carácter que el resto, terminamos por ser unos cabronazos. Así como los momentos de felicidad los olvidamos con facilidad, y los dolores nos marcan de por vida, nuestras bajezas nos definen; pero no como atributos que se contabilizan en una gran suma, sino como efectos naturales, como frutos fatales. Lo que prueba que el ser humano está llamado a estar solo y alimentar esa soledad (campo ideal para un verdadero creador), o preservarla, haciéndose odioso.

Las biografías que dan cuenta de personas buenas, son, evidentemente, falsas. Todo biógrafo, en realidad, es un hagiógrafo más o menos disimulado; es decir, que termina por falsear datos por el afán de edificar nuevos mitos. Es curioso que el personaje central, haya sacado a relucir como ironía, el hecho de que Schopenhauer haya pregonado la búsqueda del Nirvana, cuando fue él quien empujó a una mujer por unas escaleras. Fue un asunto que le costó muchos dolores al filósofo, y que incluso aclara en sus póstumos; detalle que denota la pesada carga que le resultaba, tanto en lo moral como en lo económico pues por mandato judicial tuvo que pagarle una pensión vitalicia a la mujer. Pues bien, resulta muy parecida la vida de esta directora, interesante personaje, (Lydia Tár, si mal no recuerdo su nombre), con la que al final, todos, como zopilotes, comieran del muertito de sus excesos. Esta falta de énfasis en la naturaleza carroñera de los seres humanos en la película fue lo que me produjo malestar. Particularmente porque el crimen mayor de la protagonista fue odiar por despecho a alguien y cerrarle los caminos profesionales, como si eso fuese suficiente para orillarle al suicidio (Un suicida ni siquiera él mismo es responsable de su muerte, es algo que le antecede y que se manifiesta con el mínimo pretexto). Sus otras bajezas, casi travesuras infantiles, carecen de relación verosímil con una personalidad que tiende a la consecución del elevado arte de la música. No existe persona más inofensiva que un músico, dicho sea de paso.

Pero lo que me interesa, el tema que considero más importante, es el hecho desventurado, maldito, de que no se es realmente uno, esto es, auténtico, como cuando el demonio que somos obtiene el poder, teniendo al alcance los recursos que sus ansias expansivas le procuran. El ejemplo del dictador es pedagógico: no es un sujeto excepcionalmente megalómano, sino que estuvo en las condiciones azarosas que posibilitaron que su personalidad se amplificara. Nerón, Calígula, Stalin, Hitler, eran sujetos normales, cuyo único problema fue que podían hacer lo que querían, impunemente. De acuerdo, otros estuvieron en posiciones similares y no hicieron lo mismo, lo que probaría lo falso de nuestra hipótesis. Sin embargo, ¿qué le hace falta al misántropo para tornarse sociópata sino la posibilidad de hacer eficaz su deseo? Ese abismo que hay entre la teoría y la práctica, la utopía y el revólver, nos salva de convertirnos en los monstruos que todo ideal desearía para su causa.

Iremos más lejos: el egoísmo humano, su vileza, su miseria, su arrogancia que antepone su yo a cualquier género de multitud, es el motor real que le dota de sustancia al mundo, entendido éste como una dinámica de actos, de acciones, energías que buscan la consecución de un fin. Este fin, por más noble que sea, termina por ensuciarse pues las condiciones, las circunstancias, los sudores a los que se ve expuesta en el logro de su hipostasis, la embarran, la someten a condiciones bajas. Así, el ser humano, por más que intente lo bueno, termina por ser mal entendido; el fruto, mal aplicado; la resonancia, distorsionada; e, incluso, termina por revirarle. Los matrimonios no han servido sino para crear odio, las universidades ignorancia, y las iglesias homicidas. Las excepciones confirman la regla.




A lo largo de toda la película no pude evitar pensar en el Hannibal Lecter de la serie magistralmente caracterizada por Mads Mikkelsen. Ese oxímoron provocador de que un caníbal sea una persona refinada, hipercivilizada, y que exponga poéticamente el hecho biológicamente descarnado de que no dejamos de ser homínidos que visten seda, es una idea omniabarcante de la película en cuestión. La selección natural, la falsa idea evolutiva de que el más apto sobrevive como un león sobrevive entre corderos (de esto hay mucho qué decir, pero no es el tema), se regodea en el fracaso de lo refinado, de la sutileza del genio que se descalabra por ser inepto en la vida ordinaria. Nos recuerda a Nietzsche, a Sartre, a esos preciosos ridículos que no podían evitar ser unos genios carentes de espíritu, todo lo culturalmente interesantes que se quiera, pero cuyas vidas cotidianas dejaban mucho que desear. Porque, hay que decirlo: una cosa es la vida espiritual y muy otra, la del genio.

La vida del genio es la riqueza interior que uno crea en base a la imaginación y el culto a la belleza, al orden y a la individualidad (no al individuo, puesto que éste puede no valer nada si carece de la ambición de querer ser único), siempre surgida de un don particular, de un tono, de un talento. El genio es centrípeto, va hacía sí, se edifica un altar hacia sí mismo, por eso es imbatible, y termina por imponer sus verdades. El espíritu, por el contrario, es disperso, centrifugo, se abre, es generoso porque se cansa pronto de sí y busca una nueva posición desde cuál narrar sus procesos vitales. El espíritu se aferra a un yo para no sucumbir a la disgregación, el genio no se aferra a un yo: no le hace falta, para él no existe más posibilidad fuera de sí que la de toparse con su proyección. El espíritu es empático, tiende a la santidad; el genio es egoísta, tiende a lo místico, a fundirse en Dios como una forma velada de desaparecer en sí mismo. El genio recurre al espíritu para ser creativo, de lo contrario, se autodestruiría. Los artistas, los creadores, viven en el drama de esa tensión que el mayor del tiempo produce esterilidad, caos, tragedia. En términos simples, el espíritu es moralidad, y el genio, aptitud.




Pues bien, la historia, las biografías de los grandes hombres, por darles un nombre vulgar, son aquellas en las que ha prevalecido el lado destructivo del genio (como en Raskolnikov). Eso ocurre porque nos dejamos seducir por nuestros recursos, nuestras capacidades, y víctimas de que eso nos da derecho a querer cosas prohibidas, sacrificamos nuestra vida, sin percatarnos de que eso arrastrará a más de uno. Los que nos aman son los primeros en pagar esa osadía, para luego ir cayendo de la gracia de nuestros admiradores. Porque, el ser humano no puede evitar pensar en que Picasso era un misógino, Heidegger un nazi, Wagner un antisemita: para la vista común, genio y espíritu se confunden. Puedo advertir, por ello, que les era consustancial el que sus personas se inclinaran por tal o cuál tara, porque el genio es en sí mismo una tara: la hipertrofia de crear, de no contentarse con ser, sino elevarse por encima de todos y de todo, en una corrección al «creador primigenio».

Pero el ser hipercivilizado no produce estridencias tan llamativas, no se embarca en ese proceso de autodestrucción que ha llamado tanto la atención en el artista; no, el sujeto de esa estirpe encalla en la muerte del espíritu que es, en suma, la caída en el abismo de la esterilidad, el desencanto y el marasmo. No es lo mismo correr hacia la muerte que saberse ya muerto y seguir caminando. El hartazgo es, por una desgracia o un milagro, proveniente de voltear los ojos atrás y percatarse de que el reino de la cultura, de las artes, de las ciencias, de la filosofía, no han servido ni servirán para inspirarnos a continuar en un proceso histórico esperanzador. El aristócrata caníbal, sigue teniendo ese tufo al epiléptico que cree en el progreso y en las revoluciones, al avance de la historia hacia una meta en la que el hombre es mejor cada día. No hay asomo de lucidez que nos desnude el hecho de que no se avanza más que a la muerte, a la extinción total de la especie, a la imposibilidad no sólo de otro mundo, sino de éste mismo: lo «real», el espíritu flotando sobre la vida pura, es una alucinación de un Dios demente.

Al final de la película, la protagonista, marchita y desterrada, dirige una ínfima obra sinfónica dirigida a un público de creeps; es decir, todo sigue igual…no, es mejor: se ha desnudado la mascarada y tornado explicita la verdad de que sólo el dolor produce sabiduría, y sólo la soledad posibilita ese silencio en la que se hace audible el universo.




miércoles, 23 de noviembre de 2022

Adiós a la Soberbia Inutilidad

 


Sin duda, una raza muy noble
Una raza muy noble, sin duda


El asunto con «perder el tiempo», no es que se pierda, sino que ese tiempo sea exclusivamente de nuestra propiedad. En cuanto nos debemos o alguien cree que ese tiempo le corresponde, estamos acabados. Ya no se podrá ser libre de la más íntima manera: dejándonos ir, a la deriva, en manos del hastío. Para poder hacer una ofrenda propiciatoria de tal lujo y extravagancia, se necesita ser dueño de lo que se ofrece. Pero, ¿hasta dónde, cuánto y cómo somos dueños de nuestras energías?

Sustraerse del mundo tiene un precio: ser capaz de romper con todo lazo, no por obligación, porque se huya del compromiso, sino porque uno así lo quiere, porque se quiere el destino de vivir de distinto modo. En un principio se tiene la necesidad de romper por hartazgo, porque, incluso, se sabe del profundo desprecio necesario hacia ciertas cosas del mundo. Uno está en ello, lo solivianta, lo azuza, le prende fuego. Nos marchamos y por negatividad la vida nos desgarra. Pero no puede durar pues es una ficción: todos somos víctimas del caos de tener que abrirse paso entre empujones y golpes de codo. No hay odio hacia ningún ser humano que no provenga de una insuficiencia consigo mismo. Odiar a un enemigo es el rodeo para terminar por odiarnos. El odio es la reacción del organismo que no ha podido desprenderse, en franco vuelo cenital, de la masa, y así perderse en algo superior a sí mismo.

Por continuación uno busca lo exactamente contrario a la huida; esto es, el amor hacia un lugar, un sitio. Ahí uno se instala, y cultiva esa adhesión, seguro ya que eso habrá de darnos paz hacia el final de nuestros días. Desde luego, aún nos falta la sabiduría máxima: la pasión también es un espejismo, pero no cuenta como conocimiento más que después de haberlo vivido. Esto es muy importante decirlo pues en el terreno vital es ineficaz que tengamos mucha de esa imaginación que cree poder vivir las hipótesis fatales. Incluso, la inteligencia, del tipo que sea, es débil ante las fuerzas emocionales que nos definen de fondo y que ya han optado por su camino aún en contra de los paisajes que nos hayamos pintado, sueños y expectativas proyectados.

(Uno se enoja porque necesita enojarse, tener espuma en la boca a fin de impulsarse y saltar. A quien lastimemos con eso, será cosa secundaria, pues tendremos una explicación legítima, una causa legal que nos dicte sentencia absolutoria. O al menos eso creemos firmemente).

Todos los días comprobamos que estamos presos, que somos convictos de todo aquello que no queremos. Buscamos algo y terminamos en exactamente lo contrario. Queríamos amor, y he aquí que acabamos en una malquerencia. Queríamos paz, y nos la desvivimos en las ansias de que no nos sea arrebatada. Fácil es llegar a la conclusión de que sólo logramos conseguir exactamente lo contrario a lo que nos proponíamos. Es como si el universo fuese la encarnación de la ironía, una máquina grotesca de producir sarcasmos y bromas, paradojas y disparates… Habrá que desear el odio y la angustia, a ver qué pasa.

Despersonalizamos al universo desde hace mucho: esto no puede ser obra de un Dios bueno. Así, tan abandonados, tan huérfanos de toda seguridad y comodidad,  nuestras mentes naufragan y se entregan a la dulzura de tramar venganzas, de concebir un forma refinada de darle sentido a lo que nos pasa y así sentirnos menos presos. A veces lo conseguimos, a veces no. Un invento, un arma a la que solemos recurrir es la de burlarnos del mundo, de la vida, desapareciendo de ella, entregándonos a la soberbia inutilidad.

Concedido: es imposible tal, pero no es imposible elevarlo a categoría de valor máximo, sagrada guía moral. Vamos, ¿quién demonios ha alcanzado el Nirvana que no pongamos en entredicho?

La soberbia inutilidad no es una huelga, un mitin para amagar al poder, hacerle dieta forzosa al sistema. No, nada de eso. Su esencia se asemeja más a la idea de la ofrenda, aquél obsequio que se les hacía a deidades cruentas y antiguas que exigían la separación de los objetos valiosos de su trama de eficacia, del círculo económico y funcional de la vida. Optar por ser un inútil se asemeja a la reclusión monacal, que por desprecio y repudio al mundo (desde luego disfrazado de pasión por lo divino), veía consumarse una vida sin obtención de fruto de ningún tipo. No hay némesis más radical al paradigma de lo útil de nuestro mundo vulgar y bajo, que esa fuga. Y aunque se nos diga que tales renuncias no tienen nada de original, con ello nos inflan más de orgullo: sólo las almas superficiales tienen un apego por lo novedoso.

La soberbia inutilidad podría ser nuestro galardón de no ser por un obstáculo mayúsculo con el que nos topamos: de manera natural e intrínseca estamos entregados al autoboicot, a la concepción mutilada, al esbozo abortado. Esta imagen nos va justa a pesar de ser reiterativa: todo lo que hacemos es como un fruto que no logró madurar y caer al suelo pues los pájaros y el gusano se lo devoraron en el árbol. Nos surge una duda: ¿hemos postulado un valor, que vale tanto como decir una deidad, para justificación de nuestras debilidades, nuestros vicios y taras? O para ser más exactos: ¿hemos vuelto libertad nuestro destino? Estábamos condenados a ser presos, pero fingimos optar por esa reclusión. Así, elevamos nuestra condición a un plano digno, a una situación «existencial».

(El existencialismo, esa payasada que cree que podemos elegir ser mártires de nuestras obsesiones e insuficiencias, etc.)

Nos pudre la vulgaridad de esa salida. Ni siquiera nuestra vida nos pertenece, no podemos hacer lo que nos venga en gana, no podemos ser un genio o un idiota, pues algo definió eso por nosotros. Pero sí podemos, pues ahora aquí sí tiene valor, imaginarnos el porqué de esas taras, o mejor dicho, por qué el boicot de querer elevar a categoría de paradigma supremo a la inutilidad absoluta.

Las personas con talento que no se aventuran a más, que se quedan en el gustoso y hasta digno plan de ser unos aficionados, suelen inventarse un instrumento eficaz de lisonjearse sus cobardías: el miedo al ridículo, a ser un pretencioso que no valía nada; a ser un imitador de quién sabe quién, o de producir golosinas culturales que a nadie le sacia el hambre. Ese miedo es muy fundado, por cierto, porque cruel es la verdad. Pero no vale como forma de conseguir una plenitud personal a la que no le bastan esas verdades, pues si la vida es una gran destructora de éstas, nuestros organismos vivientes también lo son. Por más que nos lo ocultemos, en nuestro interior, se sigue fraguando la sed de seguir adelante, no con éxito o con reconocimiento, trivialidades procaces, sino con el placer de crear expandiendo los límites creativos, de pasar de lo ordenado a lo bello, y de lo bello a lo sublime, por decirlo en términos simples.

Existe otra forma espuria y particular por la cual se opta por no entregar por completo el fruto de nuestro trabajo: por la estrategia ladina de que crean que podíamos más. En el terreno intelectual es cosa corriente los póstumos incompletos, los cuadernos abandonados, e, incluso, las explicaciones de nuestros métodos de inspiración, ¡valga el oxímoron!, para que el público divague hasta la especulación desmesurada sobre la clase de genio sacrificado que se era. Pero el ser humano no tiende ni tenderá a la consecución de propósitos tan píos. No hay nada que admirar en lo periclitado más que una soberana mixtificación de insuficiencias en el talento.

Pese a que existen obras literarias u otros productos artísticos que fueron coronados con el suicidio de sus autores, la creatividad se encuentra íntimamente ligada con el instinto de supervivencia. La creatividad suprema se da cuando en psicología, somos capaces de ver una salida a nuestros laberintos emocionales, los que, por no haber sido solucionados en su momento, se acumulan y ensañan con nuestras fuerzas. La mente, inflexible, corrosiva (o incompetente, sino es que es lo mismo), suele hacer dicotomías que le brindan capacidad de comprensión, hasta que desde abajo, pulsaciones más fidedignas a lo vital, ejerzan coacción para cambiar de perspectiva. Una realidad que los filósofos parecen desconocer pues a lo largo de sus biografías es notorio el empeño en sacrificarse en aras de una cosmovisión que sus mismos organismos rechazan. Hemos tomado «decisiones» (por darles un nombre), siguiendo quimeras mentales, o, mejor dicho, hemos hecho interpretación de nuestros movimientos biológicos, siguiendo cierto paradigma de explicación que a la larga deviene obsoleto. En efecto: lo primordial en psicología es saber que el organismo siempre está adelante, que lo que llamamos voluntad, está cargada (como se carga un dado), por la fuerza de necesidades hondas que, al menos en un principio, son difíciles de prever y de valorar.

Como un sinodal, nuestras vidas podrían sentar a nuestras verdades y hacerles ciertas preguntas, del tipo: «contigo, ¿se puede suficientemente vivir a fin de poder morir en paz?» Porque, parece ser, a la verdad no se le escoge, sino que se trata de una proyección personal. Esto quiere decir que no se le escoge, pero que no por eso no nos convenga. De hecho, es más apropiado decir que, precisamente porque nos conviene, no se le escoge. Estamos forzados, por necesidad, a echarnos a sus brazos. Es de hecho, lo más convenenciero que existe porque solapa la parte más «beligerante» de nuestro ser. La prueba de ello es que el ser humano, narcisista y ególatra por naturaleza, no puede vivir sin religión, es decir, sin alguien que continuamente lo sobaje y humille…a cambio de la eternidad, desde luego.

La vida humana requiere de lapsos de distensión y contención, de extremos en los que colocar las certidumbres contradictorias que su ser le arrojan. Una salida fácil a esas paradojas desmesuradas es la creación de cosas como la dialéctica, que no son más que galimatías sin sentido que no terminan sino por revelar la gran fragilidad de la inteligencia humana. No: la vida requiere de renuncias, rupturas, herejías y nuevos comienzos sin conciliación de ninguna especie, y no se puede pasar todo el tiempo divagando en una verdad tan omniabarcante que nos seque los caminos. La verdad es insoportable, de ahí la necesidad de refugiarnos en el nomadismo, en la suprema mutación perenne del artificio. Si todo eso, desde fuera, da la imagen de sistema, de proceso, es cosa que no sólo no importa, sino que no nos debiera de importar.

Así, nos contorsionamos en una negación de nosotros mismos, luego, por hartazgo, nos recreamos en la prolongación de nuestro yo, para luego, regresar y etc. Pero todo ello no ocurre de manera racional, ni lógica, ni entendible por ninguna ciencia por el ser humano inventada. El consejo que podemos discernir entre tanto ruido es el de aprender a escuchar nuestras necesidades, a potenciarlas y liberarlas…porque un satisfactor le espera, seguramente, pendiendo de alguna rama. Se optó por la inutilidad absoluta, en su momento, porque eso aquilataba las ansias creadoras, el añejo de la rabia de querer vivir.

La soberbia inutilidad, finalmente, gana porque de fondo debemos reconocer que nada en esta vida logrará sobrevivir. Todo perecerá, en miles de años ya no se sabrá más de nosotros, e incluso, en un millón más, la civilización habrá desaparecido. Pero eso aún no ocurre, y sería necio, como el ansioso que no bastándole los males presentes, desea también los futuros, negarse a darle rienda suelta a la vida que nos tocó vivir.

viernes, 18 de noviembre de 2022

La creación como crecimiento

 




Los escritores jóvenes, o la gran mayoría, les ocurre lo que a otros artistas en otros géneros, en particular en la música: al carecer de cultura suficiente (por más devoradores de acetatos o libros que hayan sido), terminan por repetir esquemas o tonos enteros que a un conocedor ya hasta le aburren. El resultado es una especie de plagio inédito, de pan con lo mismo de ínfima calidad que morirá abortado. Carecerá de futuro, pero, sobre todo y más que nada, de influencia en la cultura en el devenir de los siglos.

Es una paradoja puesto que sólo tienen ganas de publicar o de alcanzar el prestigio de publicar, los jóvenes, por lo común, carentes de toda profundidad. Sólo los genios se salvan de ello y pueden, al menos con algún suicidio, salvar la insidiosa ingenuidad de ser escritor.

Ha pasado que las primeras publicaciones sólo sirven como degustación. Que ya luego viene lo serio, lo real, el platillo principal, siguiendo con la metáfora sospechosa. Muchos autores reniegan de sus primogénitos como a bastardos. Y sin embargo, es ilustrativo percibir qué tanto ya estaban ellos todos ahí, incoados, en potencia. Tal es el caso de Dostoievsky, que después de la experiencia siberiana será casi por completo otro. Si hay alguien que contraviene la idea de que el destino es nuestro temperamento, ese es el escritor ruso. Una toma de consciencia como ninguna otra se obró, arrebatándole a su destino la fuerza de su inercia: la insustancialidad del ser humano y lo sospechosa de toda forma de salvación. Esto es superlativo si observamos que proviene de quien solía ser un romántico revolucionario, un creyente en el porvenir humanitario.

Esa transfiguración ha tenido muchas interpretaciones, incluso la que lo convierte en mártir cristiano. Pero nada de eso; sólo una lectura desatenta nos impedirá ver que Dostoievsky siempre se está burlando de sus lectores, lo que lo torna escurridizo, y sólo legible a los desahuciados y nihilistas. Pero ese es otro tema.

Lo que importa aquí es hacer ver que, incluso el autor más profundo que ha dado la humanidad, tuvo que emprender su odisea de lo vulgar, de la simplonada, lo bonito y lo socialmente aceptable. Era hijo aún de la literatura clásica, de Pushkin y Gogol, etc. No podía, para poder vivir de su pluma, dejar de vérselas con temas tradicionales, desde enfoques convencionales. Pero el paso y repaso, dominio hasta la saciedad de esos aspectos técnicos le ayudó a adquirir una maestría inusitada en la creación de personajes y de circunstancias como nunca se ha vuelto a ver en la literatura. Desde luego el tipo de literatura en la que se desarrolló Dostoievsky ya terminó, y ya nunca más se podrá regresar a ella.

En pintura ese recorrido es mucho más claro, casi pueril de poder entenderlo, con todo y Van Gogh (ese insólito aficionado), quien como Bach y Rimbaud, es uno, desde el principio hasta el final (Nótese como el primero es el summum, en este caso del barroco, y como el segundo, el pionero de la poesía moderna). Pero el caso de la literatura es un campo aún intermedio, pues en el dominio en el que menos visible resulta es en la música: un buen músico suele no conocer limitantes técnicos cuando su imaginación está desatada. De hecho, pese a los muchos conocimientos teóricos que adquiera después, él mismo se seguirá maravillando que haya hecho composiciones juveniles tan acabadas. Sólo acertará a decir: «yo no creé este engendro, me vino de un sueño, sólo fui un instrumento para que viniese a la vida». Como Napoleón en Santa Helena, que no sabía nada en su última batalla que no supiera desde la primera, Bach carece por completo de evolución real: todo él es unitario, monolítico. Es como si el músico estuviese más cercano al espíritu del héroe deportivo que en un destello de pocos años conoce su plenitud. Precisamente, la música, ese arte tan aéreo, gran parte de su nobleza proviene de la total ausencia de necesidad de conocimientos teóricos para poder darle su mágico esplendor. Eso también explica por qué hay mucho resentido que se venga del creador puro sacando a relucir en la crítica los aspectos menos briosos de su técnica o formalidad. En música, como en casi todas las artes, hay mucho maestro, mucho conocedor, eruditos, pero soberanamente estériles, incapaces de crear una sola pieza medianamente disfrutable. Así, el virtuoso es una extensión del crítico en tanto atiende a una formalidad excelsamente hueca. Un fenómeno que suele repetirse una y otra vez: que en atención de los aspectos formales se olvide por completo el panorama total de la obra, el universo al que atiende, el tono subterráneo del que proviene.

En literatura eso es mucho más complejo pues la mayoría empieza por imitación, como por un acto reflejo. Sin embargo no es imposible adivinar, como pasa con los malos poetas y los malos filósofos, que sus lecturas han malamente consistido en leer poesía y filosofía, respectivamente, cuando sus fuentes debieron haber sido muy otras. Incluso, y para acabar pronto: leer demasiado también puede ser perjudicial para un escritor. En el caso de ignorar libros y autores, pueden ocurrir dos cosas: una, o se reinventa el agua tibia, o se revela un universo más o menos inédito. Recordemos: nadie puede ser original, a lo sumo se aspira a hacer plagios inadvertidos, en una síntesis sutil que borre las fuentes; por lo que casi tenemos una respuesta en materia de riesgos del dilema anterior.

Eso, respecto a las causas, respecto a los efectos, es pertinente señalar que todo autor debe necesariamente cultivar la soledad. Un escritor que conoce continuamente la tertulia, termina por secarse. De ahí la observación muy bien hecha de que los autores latinos suelan divagar debido a su excesivo desgaste en la cháchara. Llegados al momento de expresarse sobre la hoja en blanco, ya no tienen nada que decir. Los espíritus taciturnos, como el caso de los europeos del este o los nórdicos, quizás los orientales también, son privilegiados en ese campo: sus laconismos y hasta sus mutismos los enriquece interiormente, para mejor aprovechamiento de sus artes. Situación que, por otra parte, aprovechan los críticos de la cultura para sacar a relucir el carácter banal de toda creación, su artificialidad frívola. Es verdad: mucho se dice que la verdadera vida es mucho más ocurrente, que existen crápulas ingeniosos en cuyas borracheras conciben aforismos que hasta La Rochefoucauld envidiaría y que quedarán para siempre en el instante perdido.

Todo arte busca, así, arrebatarle a la eternidad la vida que parimos, dejar la huella de nuestro insustancial «yo». Porque de lo que se trata no es de soslayar la muerte, sino de una acción modesta y realista: advertir que nuestra identidad, nuestra persona, es tan pobre como para poder preservarse en el frasco de lo literario. Pensándolo bien, replanteando todo, la acción de escribir y dejar huella de sí, es un acto estremecedor, con una mezcla sutil de lo macabro, lo sublime, y lo sensual. De ahí que dar muestra de un proceso de despliegue de nuestro ser, en inicios trompicados y desastrosos, como si aún nos costara romper cordones umbilicales espirituales, sea la medida humanamente necesaria para llegar a convertirnos en quien deberíamos llegar a ser.