«No hay necesidad de que Dios corrija su obra»
Celso
Lo
cita Cioran en Los nuevos dioses,
segundo ensayo de El aciago demiurgo.
La idea más luminosa del artículo es la referente a que el mal del cristianismo
que le heredó al mundo es la de su afán epiléptico por la historia, con la
introducción de la superstición del Juicio Final (algo parecido a lo que dice
Nietzsche en su Tercera Intempestiva,
con un matiz que es un abismo). A diferencia, la antigüedad poseía la
cosmovisión más afable del eterno presente, un círculo que una y otra vez se
renueva sin cesar, y en la que las cosas ya están dadas una vez y para siempre,
tal y como Parménides plasmara en su Poema de la naturaleza o del Ser
(fragmento 8):
Un
sólo decir aun como vía queda: que es.
Por
esta vía hay signos distintivos muchos:
que
lo ente ingénito e imperecedero es,
porque
es único, imperturbable y sin fin.
No
era alguna vez, ni será, pues ahora es, todo a la vez.
Uno
solo, compacto. Pues ¿qué nacimiento le buscarás,
cómo,
de dónde ha crecido? No te dejo «de lo no ente»
decir
ni inteligir, pues ni decible ni inteligible
es
que no es. ¿Y que necesidad lo habría impelido
después
o entes, si empezó de la nada, a llegar a ser?
En
filosofía, tanto el idealismo alemán como el existencialismo, están inspirados
en la linealidad del tiempo histórico que corre hacia una consecución
soteriológica, ya sea bajo la forma de la realización personal o del
cumplimiento de una utopía.
No
está de más decir que todo eso son paparruchas. El destino de nadie está frente
a sí, nadie tiene sus frutos y obra delante de él. Todo lo que se puede ser es con lo que se nace. Esto explica por
qué los seres de instinto no tienen nunca prisa y muestran una seguridad
inexplicable ante los desafíos del prestigio, la fama o el éxito (sobre todo de
éstos ya que el fracaso siempre es estimulante): todo eso ni les agrega ni les
quita, son vicisitudes que no enturbiará lo que son, lo que valen y, sobre
todo, que logren evitar el objetivo de su estancia en el mundo. Esto último
tiene la arista adivinable de que, quien está seguro de su destino tiene
también la consciencia de que nuestro papel o vocación mundana es absolutamente
trivial. Nadie podría hacer nada de su vida si se la tomara realmente en serio:
el aire, el día a día, se tornarían irrespirables, los nervios estallarían ante
la menor contrariedad: la vida en sí, niega todo ejercicio de individualidad, y
busca planchar la menor arruga aparecida sobre la superficie de su homogeneidad
metafísica.
Tengo
en mente a un músico, a un pintor, a un artista desesperado: cuadro patético si
los hay. El hombre y mujer de genio, viven un paraíso instaurado en la tierra
merced al aire suplementario de que nada hay que corregir, que las mismas
mejoras o correcciones vienen en el mismo paquete que nos ofrece la naturaleza:
la imaginación es la seguidilla que se esgrime apropósito de una serendipia.
Puede que el artista o el visionario (éste último entendido como el correlato
pasivo al primero) el contemplador puro, sea quien complete la visión, que
corrija la plana, no lo sabemos a ciencia cierta, pero todo ello es posible
porque los elementos todos estaban ahí desde el inicio y no hay nada que
extrañar de ningún otro mundo: nos bastamos a nosotros mismos, somos lo
suficientemente fuertes, la tentación de la apelación, de invocar poderes
religiosos no son más que chiquilladas:
Y tú
que amas a los condenados,
¿conoces
lo irremisible?
Hay
que insistir, sin embargo, en que el artista que no se enfrenta continuamente a
esa cuestión planteada por Baudelaire, vive como cualquier otro de los zombis
que gangrenan la tierra. No hay posibilidad de genialidad ahí donde no hay
lucidez. No bastan la imaginación y la inteligencia, es necesario, para
equilibrarlas, el despertar, la liberación del estado total de las cosas, vivir
siempre acompañado de la muerte. Ese límite no es una estigmata que nos
inferimos a fin de elevarnos o darnos relieve, sino para preservarnos de
nietzscheanismos ridículos, que suelen desviarnos del camino de modestia que
debiera improntarnos.
De
acuerdo, no es fácil, es, de hecho, aún más vertiginoso que vivir con la
ansiedad de tener que demostrar lo que somos, de ser víctima del afán vampiresco
de dar fruto. Particularmente porque se suele ser campo seguro de paradojas
como las referentes a identificar la pureza de nuestras energías, la
despersonalización de nuestras ambiciones, o de saber desesperar a tiempo, con pertinencia. Porque de lo último que somos
dueños, es del poder que nos guía a crear. No hay modo ni de azuzarlo ni de
aplacarlo cuando decide despertarse o echarse a dormir. No hay crisis de
creatividad, sólo exigencias impertinentes, ángulos errados, interpretaciones
fallidas de la pulsación fundamental: que es
mil veces más importante ser que hacer. Incluso, grandes almas han quedado
confundidas: ¿qué es lo que las ha hecho valiosas? ¿Su vida o su obra? Sea al
genio o al espíritu al que afecte la pregunta, tal confusión deriva de dos
terribles espectros, de dos mentiras taimadas: primero, que todo fruto no es el
resultado de una consecución fatal, y, segundo, que es posible conocer, incluso,
nuestro propio «yo». Sin embargo, no hay nada que se manifieste que no haya
estado ahí desde el principio, y que sea posible conocer lo que sea. Así, lo
malo y lo bueno, lo bello y lo horroroso, devienen secundarios.
Una
consecuencia de estar habituados a la linealidad del tiempo, a que la felicidad
asienta sus reales en el futuro, es que hemos perdido por completo siquiera la
posibilidad de ver que no hay nada que conocer, o, mejor aún, que seamos
sensibles a que tanto el pasado como el futuro no existen. «Experimentar el
tiempo de esos modos es para almas esclavas», deberíamos repetirnos como
mantra. Ese afán por el conocimiento, por saber qué nos depara el futuro o saber
a ciencia cierta en qué consistió tal o cual cosa que nos conformó en el
pasado, es uno de los monstruos invisibles más terribles que conoce el hombre contemporáneo
(Por suerte, marxismo y psicoanálisis ya están muy desacreditados). Nuestro
afán por conocer es nauseabundo, patético y antipoético. De ahí que juzgarnos
tomando por referencia lo que sabemos o podemos saber de nosotros mismos, es
entrar a un laberinto que carece de salidas. Ser humano: cierra los ojos un momento y date cuenta que estás viviendo,
que has desdeñado a esa noble felicidad silenciosa por culpa de una estulta
ceguera nacida de querer mirar más allá de tu mirada.
El
antídoto a la sed de conocimiento es la creación. El contraveneno eficaz a los
deseos instintivos, idolatras, de juicio, sea estético, metafísico o moral, es
discurrir con liberada imaginación sobre un plano limpio de adjetivos, palabras
y prejuicios. La salvación del hombre, por decirlo de un modo simple, está, y
siempre ha estado, en el arte. La composición de éste, hay que esbozarlo de
mejor modo a fin de aclarar por qué surge de la misma liberación del
cristianismo.
En
el mismo ensayo inicialmente citado, aparece otra idea luminosa:
Cuando
se repite uno que la vida no es soportable más que si se puede cambiar de dioses
y que el monoteísmo contiene en germen todas las formas de tiranía, deja uno de
apiadarse de la esclavitud antigua. Más valía ser esclavo y poder adorar la
deidad que se quisiera, que ser «libre» y no tener ante sí más que una sola e
idéntica variedad de lo divino. La libertad es el derecho a la diferencia;
siendo pluralidad, postula la dispersión de lo absoluto, su solventación en un
polvo de verdades, igualmente justificadas y provisionales. Hay en la
democracia liberal un politeísmo subyacente (o inconsciente, si se prefiere);
inversamente, todo régimen autoritario participa de un monoteísmo disfrazado.
Curiosos efectos de la lógica monoteísta: un pagano, en cuanto se hacía
cristiano, caía en la intolerancia. ¡Mejor hundirse con una masa de dioses acomodaticios
que prosperar a la sombra de un déspota!
Nuestra
época está conociendo el declinar del cristianismo; le seguirán las demás cuyo
tronco judaico comparten. De acuerdo, el libertinaje puede ser amargo, pero en
todo ello también puedo ver notas buenas: la sensualidad, la fugacidad, la
dispersión, y, sobre todo, el relativismo que demarca con toda razón, las
esferas de lo íntimo. Por simple sentido común, que algo te prescriba lo que
sólo debiera de pertenecer al fuero interno, como lo son las creencias
religiosas, es una completa locura. Parece ser que vemos una luz al final del
túnel, aunque sea momentánea, mientras llega un nuevo dios totalitario.
El
arte, o las artes, mejor dicho, poseen esa tendencia natural a la adoración de
varios dioses; todos ellos mudables, contumaces y bizarros (esto último en su
conceptualización anglosajona e hispánica). Bien se hace con emparentarles a
las formas telúricas, elementales del mundo, como los titanes o ese dios
doméstico muy cercano al hombre que, desgraciadamente, hizo carrera filosófica:
Dionisio, perfeccionamiento de Baco, dios bergante que jugaba con las ninfas y
que se embriagaba con el vino silvestre de la poesía. En efecto: el arte
siempre ha estado emparentado con el fauvismo, con la necesidad muy legítima de
perderse en el instante.
Ironía
de la vida humana: sólo asimilándose al ex
facto emergens, es decir, a la posibilidad del demiurgo y la renuncia a
todo dios creador ex -nihilo, viéndose a
sí mismo como quien ordena, obra la alquimia de convertir al caos en cosmos,
liberándose de un Dios pantocrátor que del vacío crea todo. Pero quien repite
la osadía suprema, de crear, por un decreto poderosísimo se torna aparte, se
ubica en la herejía máxima, en la excomunión inaudita: ya caído del tiempo, de
esa trama que revela la bienaventuranza, obtiene por reino el feudo del
momento, del presente al que no se puede habitar más que estirándolo hacia el
ocaso y la aurora, porque para un creador, el momento, partícula osada de
ambiguo trajín victorioso, sospechosa hazaña desafiante de lo infinito, lo es
todo.
El
momento del creador, del artista, tendrá por referencia lejana el llanto de
León Bloy:
Respecto
a la literatura, o más bien al Arte, ya veréis si es fácil cuando no se ha
sufrido y no se quiere sufrir. No puede cambiarse la naturaleza de las cosas y
no está decidido que los poetas felices sean sublimes. El Dolor es la mismísima
esencia de la belleza en poesía y la Poesía es una porfirogéneta nacida en la
púrpura de la sangre del corazón de los poetas. Que esta sangre brote del
llanto de sus ojos o que se derrame por su costado desgarrado, que se precipite
por los pozos más escondidos y misteriosos de sus almas o que surja de las
heridas abiertas de sus cuerpos mortales es en todo caso el mismo rocío
fecundante del genio avaro que los inspira y que nutre su inmortalidad.
El
Dolor es algo tan grande, tan sustancialmente santo y sublime, que la
imaginación humana no ha inventado nada que lo iguale para domar la libertad de
los corazones.
Para
la religión no hay modo de que nada de lo que se haga no sea una plegaria
diferida, ni una búsqueda expuesta en términos de salvación del alma. ¿Pero
salvaremos al alma de qué? ¿Del dolor? Esa ya es nuestra compañía habitual.
¿Del infierno? No creemos en él. En dado caso, se confunde con el infierno
presente, quedándonos claro que es tan improbable este mundo como cualquier
otro: compartimos la pesadilla universal de respirar…la fe, en esta realidad o
cualquier otra, es un intermediario del que fácilmente podemos prescindir. Esto
no es secundario, es capital: no nos alistamos al afán del antiguo artista
religioso, para el que lo sublime le era necesario, impregnando su creación con
ese aliento de moribundo que exclamaría por sus santos oleos, pero eso no significa
que no seamos almas forjadas en la fragua de la insignificancia de vivir,
deidad más ignomiosa que todas las habidas, y que eso no nos siga emparentando
con lo mejor del cristianismo, es decir, con Johann Sebastian Bach.
El
artista serio deplora al ateísmo tanto como a la religiosidad, ambas, posturas
delirantes, ciegas, intratables. El que el politeísmo sea subyacente a la gesta
del artista, es por un parentesco natural, fisiológico, orgánico: nos enseña
que no es natural nuestro afán por el absoluto, por lo único, por la asfixiante
Deidad antropomórfica que nos han heredado desde siempre, sino que es posible
identificar en nosotros una aspiración ultraterrena no afincada en exigencias
morales neurasténicas, de logro existencial, de éxito histórico. Es exasperante
e indignante lo que el cristianismo le ha hecho al ser humano al respecto: una
tribu de alucinados que hasta cuando claman por libertad lo hacen
negativamente: ya no quieren ser más esto o lo otro, y su poder se reduce a
todo cuánto puedan destruir.
En
materia de lo bello y lo pacífico, de lo fértil y lo espiritual, la luz del
creador viene de luchas interiores infernales e interminables. Pero su canto se
torna raudo en la medida en la que renuncia a lo absoluto, dimite el camino de
lo perfecto, y se contenta con la emoción inmediata. Es aquí donde «lo vital»
no debe confundirse con la vida, con el impulso por el cual todo artista es en
realidad un impostor pues miente para
sobrevivir, y hasta tal extremo que su creación se confunde con él mismo. El
vitalismo todavía creería ver en la vida a la verdad, siendo esto una impostura
clara, pues lo verdadero no tiene nada qué ver con los seres que se arrastran
por la tierra buscando su agua y su aire. La vida y el ser son opuestos,
resultando éste, para nuestra imaginación, una abstracción imposible: lo
permanente que se eleva por encima de todo lo visible. El artista, desde ese
punto de vista, es un adalid de esos seres que se arrastran por la tierra, que
vuelan y cazan, se aparean y mueren en la senda oscura del anonimato. El
artista, sin ser prometeico (sutileza importante), es un genio que está del
lado de la vida, de lo fugaz y sin rostro. La gloria, o su sucedáneo mercantil,
la fama, son ilusiones que ni siquiera considera…porque, además, el éxito
suscita la envidia de los dioses y el consecuente castigo por tamaña
insolencia. La época decadente que nos tocó vivir exige de nosotros una
moralidad que busca las notas de lo trágico dignificante, no la arrogancia
celestial de martirizaje beatífico.
Pero
ese tomar partido no es ser ingenuo, no tomamos partido por querer parecer
menos contrahechos, o por que queramos huir de las paradojas (pues el fondo de
toda verdad es ese abismo irónico en donde las palabras fallan y las ideas se
destruyen), sino por simple técnica, como método de trabajo, digámoslo
vulgarmente. De hecho, viviremos en una situación mucho más compleja, como
cualquier otro ser humano con consciencia, pero hemos optado engañarnos
conscientemente, jugar a la ingenuidad. Porque para ser un artista, es necesario
ser un niño otra vez.
El
entusiasmo así, conviniendo tácitamente, inadvertidamente, con «el Dios que ha
dejado este mundo perfecto», vendría a ser una hoja en blanco, un espacio
muerto dónde dar voces, o, mejor aún, guardar silencio solemnemente: